Exposiciones

 

Génesis:
Presentación
"Génesis" o el ,mito Griego de la creación visto por María Aybar


Con "Génesis" María Aybar confirma su elevada alcurnia creadora y da testimonio de una incansable búsqueda interior que, a diferencia de tantos artistas dominicanos y extranjeros que repiten un mismo concepto convirtiéndose en artesanos de su propia obra, la lleva a sondear siempre nuevas regiones de la sensibilidad con el fin de expresar lo eterno y permanente de la condición humana mediante propuestas plásticas diversas que invariablemente producen la impresión de que nos hallamos ante una artista no sólo de enorme originalidad y mano privilegiada, sino nueva, diferente, desconocida, una artista a la que en cada individual nos toca descubrir.

León David


 
 
Si el dibujo en nuestro presente es como nunca lo fue: un arte autónomo y no simplemente el boceto de la escultura o el esqueleto de la pintura -para mencionar dos de sus campos demandantes-, se debe a una superación del anquilosamiento valorativo.  No obstante, vale aclarar que en el coleccionismo nacional que define nuevos adquirientes del arte -por lo regular neófitos-, sólo es válido el papel moneda y los afines financieros, porque resultan indestructibles como riqueza en comparación con el dibujo artístico.
 

Estos neocoleccionistas preferencian cerradamente la obra pictórica, a la que consideran duradera, casi inmortal, y en esta ponderación negadora suelen obsesionarse por el crecimiento patrimonial, deseando por ejemplo una obra del maestro Jaime Colson, cuyos dibujos son más reveladores de su gran estilo neohumanista o postcubista que sus óleos, de repente multiplicado por plagiadores que producen sobre todo los bodegones parisinos y que los citados coleccionistas están adquiriendo con grandes e inútiles sumas.
 
Quien no conoce la obra de María Aybar, sustentada en una formación académica de la que se libera con una forja de inquietud abierta, experimental y risueña, no es sorprendente el desvelamiento de las condiciones de su dibujo desde el mismo soporte de sustelas cargadas de color. en ellas la abstracción, el albedrío y la grafía, estremeciéndose como forma, gesto, mancha, opulencia, planos y revueltas que desde la "Fragancia de Olga" a los frutos naturales, pasando por el espacio arquitectural, la llevan al explosivo mundo sisebutiano. Es el más paradigmático de sus discursos, no por el empleo de los medios; papel, cera, lápiz, pastel, sino porque crea una mitología de venus carnales donde ella pone su particular espiritualidad, por no decir su piel.
 
Observadora la realidad, ella redacta un canto a la mujer dominicana que prontamente se ensancha corporalmente sin perder el candor de su antillanidad. la redacción le permite llegar a un estilo dibujístico mairaybardiano, del que no tenemos otra referencia que la suya. Su mismo sello libérrimo y remarcador se constata cuando enjuega cera, pastel y óleo sobre papeles que enciende fiera y cromáticamente como en el retrato de su consorte, León David en sus cayenas, marchantes y playa tropical.
 

 En relación con ese dibujo, como autentica facultad de manifestarse, María Aybar ofrece secuela discursiva en este nuevo registro que encuentra su estadía en la Quinta Dominica. Las curvas sisebutianas se expresan en unas entrañables redondeces en carolas marinas o de paraísos, donde las múltiples especies ofrecen un abigarrado universo lírico, lúdico, mágico y surreal. A toda libertad se expresa la artista mujer en sus manejos de formas, líneas, rayados y sombras, pero sin pérdida del concepto de la luz, manifestándose en zonas del blanco casi intocable. Compases, cuerpos, fluencias, movimientos, sonidos y vuelos, nos permiten sentir el color en el no color; si es que le quitamos al dibujo la pureza de la línea y al papel su contextualidad no menos pura. En fin, que esta otra aparición de María Aybar, dibujante, ofrece la constancia y reitera la autonomía de una manifestación de arte, primordial en sí mismo:; el autónomo dibujo.

Danilo de los Santos
Miembro de la IAC/ADCA

 Lo que la artista ha plasmado en la caudalosa serie de felices dibujos que al correr de la pluma estoy sometiendo a escrutinio es -no se le escapará a ningún avisado observador- una cosmogonía María Aybar nos está obsequiando en clave visual una estética su personal paráfrasis de la emersión de todo lo que ha cobrado existencia material como fruto de una voluntad e inteligencia generosas orientadas a hacer valer el orden donde antes prevalecía la anarquía más completa, a fijar limites singularizadores donde otrora imperaba la nebulosa confusión, a instaurar un régimen de ejemplar armonía donde antaño un principio innomiado, mudo y sin rostro ejercía su mandato sobre ésta realidad que aún no había nacido como tal, sobre éste universo que todavía no había llegado a ser el universo.



 En parejo proceso de gestación de las formas originarias María Aybar cumple el rol que Platón asignara en el diálogo "Timoteo" al Demiurgo. Es ella la que se encuentra a medio camino entre la materia informe (el carboncillo y el papel en blanco) y el mundo perfecto de los arquetipos (sus ideales estéticos, su desiderátum de belleza); este último la induce a esbozar las imágenes que nos propone y no otras en un estilo que -repare en ello o no la mano que dibuja- copia (aquí topamos con la ineludible "mimesis") un modelo abstracto y universal inscrito en los más profundos hontanares del alma de la artista, modelo que más que exigir la reproducción de los perfiles concretos de los seres y objetos que acostumbra ella a contemplar, reclama la recuperación de las esencias del patrón ideal imitado, el trasvase a la hoja de papel de ese hecho misterioso que los antiguos griegos llamaron "música de las esferas", la cual se refiere a la emblemática respiración del cosmos que infunde coherencia, gracia y plenitud a todo cuanto existe. 

Abrigo la ilusión de que los conceptos externados en los renglones que preceden den razón de mi insistencia en empalmar la iconografía de "Génesis" con las cardinales nociones de "mito" y "mimiesis" propias de la cultura de la Antigua Grecia; nociones que Occidente ha heredado y que, como lo acabamos de corroborar al tocar a vuela pluma algunos aspectos vinculados con el significado de las imágenes que ostentan los dibujos de la muestra de marras, la expositora retoma, asimila y actualiza por modo impecable y de eficacia estéticamente abrumadora.

Empero, sería prestar flaco servicio al arte de la crítica concluir esta ponderación de las obras de la maestra Aybar sin verter una o dos consideraciones -así sea a todo trapo y carentes de la menor ambición de exhaustividad- acerca de las bondades que en punto a sus valores expresivos dicha creación atesora.

A tenor de lo expuesto, en gracia a la concisión como también para no desatender, irreverente, los prestigios de la urbanidad, me ceñiré a comentar sólo tres de los copiosos encantos con los que los dibujos de tan señalada hija de las Musas nos seducen...


El que para comenzar abordaré salta a la vista: vigor de una fantasía desbordante. En efecto, habría que padecer de incurable miopía espiritual para no experimentar hondo regocijo impregnado de asombro ante la barroca exuberancia de unas escenas traídas a la hoja de papel por modo fragmentario que entreverando formas vegetales, animales y humanas, consiguen sin falta deslumbrarnos en razón de que la autora se propuso y logró infundir vida a un orbe plástico autónomo, coherente, autosuficiente y rebosante de energía, cuya insólita apariencia (de linaje estético que acaso el ojo de uno que otro "experto" no dejará de calificar con trivial etiqueta de "surrealista") transporta al contemplador al territorio de lo sagrado, a oníricos dominios ancestrales. La reciedumbre de la imaginación, la portentosa capacidad de evocar y espolear la sensibilidad por vía del discurso visual de índole metafórica, impulsa a la artista a descomedirse, a desparramarse en figuras que urgiendo unas de las ogras, transmutándose unas en otras terminan por colmar los espacios en blanco para materializarse en un cuerpo único que ocupando por entero el escenario del papel acreditase  más contundente y provocador que los ya de por sí impactantes retazos de imágenes de la naturaleza a partir de los cuales aquél se configura.


Si de apariencias delusivas no me pago, la propensión de la dibujante a atestar con variopintos perfiles y siluetas el blanco de la hoja, ese terror al vacío no sólo patentiza cierta tendencia estilística barroca propia de un temperamento fornido y ardoroso, sino que responde también, aunque ni la misma autora haya tal vez reparado en el asunto, a que, inmersa en el mundo del mito cosmogónico de ascendencia helénica, adoptó ella de manera espontánea el enfoque de los griegos, para quienes "no hay un espacio vacío de tipo cartesiano o newtoniano, sino un lleno absoluto de seres que se tocan unos a otros". Dichos seres se rozan y entrelazan influyendo éste en aquél y aquél en el de acullá por vía transitiva mediante la imitación... Es exactamente lo que se desprende de los dibujos de Aybar: formas miméticas que representando segmentos de la realidad familiar, se juntan en un intercambio que todo lo abarrota porque en el universo mítico de procedencia helénica el vacío no cabe, no hay huecos ni grietas por donde la nada se filtre en la obra perfecta del Demiurgo.
 



Mar y Cielo
Los Peces de María Aybar; Juego, vida y movimiento

 El principio de la vida es el movimiento. Todo fluye, decían los antiguos filósofos. Si aceptamos este precepto, los peces pintados por María Aybar desbordan vida, pues en estos cuadros el recurso ha sido la expresión del dinamismo, el fluir de las formas hacia el encuentro no prefijado, como un anhelo de infinito en una dibujística que recupera el gesto y la espontaneidad como recursos. Esto desemboca sin dudas en la inocencia de lo eterno: la cuestión es viajar sin un objetivo prefijado. Y es el mar el mejor símbolo de ese viaje. Ese ir y venir desde la orilla, Sin cesar empezando. En las profundidades se navega sin rumbo prefijado, excepto por el instinto, y parece que la pulsión de estos animales acuáticos es tender hacia un centro, punto de fuga que la pintora convierte en lugar ignoto.
La óptica del movimiento ha sido lograda de diferentes formas en la historia de la pintura occidental.


Las ondulaciones de Munch o el Goteo de Pollock, son sólo ejemplos de esta preocupación que es el eje fundamental de la plástica aún desde antes de la modernidad. La profundidad-volumetría, el colorismo- gama, tienen, al menos desde el punto de vista de la óptica, el propósito de dar vida y movimiento a las formas, los seres y aún al propio landscape. Pero la pintura con motivos naturales ha estado presente desde la antigüedad: platos y ánforas que recrean lo que el ojo del artista recupera de la naturaleza. Aún en la unidimensionalidad plana de esas obras el movimiento es la poiesis.

En ciertos cuadros de esta exposición respira la dinámica mandálica: una tendencia a la circularidad, a la actividad que tiende al centro del misterio y la magia, centro atractor de la dibujística-pintura que nos da a ver María Aybar. Un segundo momento de la dinámica pictórica que nos brinda esta artista, se expresa por el contraste del dorado con los fondos azules. Los peces de oro en casi sobre relieve. Técnica que contribuye aun más a ese fluir, navegación centrípeta y al mismo tiempo hacia ningún lado, sólo el juego circular como hilo conductor de esta muestra. La volumetría se logra precisamente por ese contraste que alcanza a impregnar las doradas formas con los fondos azules.
La gama del color para la elaboración de los fondos genera otro movimiento, consustanciado con el de los cardúmenes, estrellas o parejas de peces que juegan a la seducción. Con estos fondos móviles, las formas doradas se activan en una melodía de gracia, que nos remite a la técnica del estofado, es decir, a la tela rica, a la aplicación del pan de oro que siempre da al ojo un relieve un ver más allá de la tela.

Aunque los peces forman parte de la simbología mística cristiana, estos trabajos no buscan la representación de lo sagrado, pero tampoco el realismo de la vida marina: la clave alegórica en la lectura de los cardúmenes es el viaje, el marcado o señalamiento es la vibración, el juego vivaz que evoca la vida en casi relieve, un latido de ánima en los dibujos, la inocencia de ir a cualquier lado; la imagen y el color aluden a la creación fresca y espontánea, casi originaria. Esos dibujos nos recuerdan las alegorías rupestres, llevando la idea Picasso de pintar como niños, al extremo tenso donde asumimos como experiencia el gesto primigenio, alejándose así la pintora, de las banalidades, para acercarse a la inocencia medida, estudiada y enriquecida con la técnica y la señal de una pintura de la práctica y la escuela.
Pintar-dibujar-grabar, para que estemos ante una consustanciación de técnicas. Estos peces, o más bien invenciones marinas, no flotan y fluyen en un mar indiferente. La tela sobre la que se plasman estos dibujos pintados, es una superficie que también se mueve, lo que genera una óptica de dazzling propio de las pinturas expresionistas. María nos invita a jugar con un mar de sueños y viajes de inocencias.


César Zapata 
Psicólogo y escritor.
































 


VENUS-EVA, EL MITO DE LA MUJER OBJETO EN LA HISTORIA Y EL ARTE
Por: María Aybar


El ser humano piensa; no piensa por placer sino por necesidad. Tal es su privilegio y su condena: no poder desprenderse de la mente razonadora, verse constreñido a explicar (porque lo que no se comprende resulta insoportable) todo lo que acontece a su alrededor… Y la naturaleza, ante el cristal de la conciencia, aflora inevitablemente como una gran incógnita, como rompecabezas que debe ser armado como un embarazoso signo de interrogación… Ocurre, además, que el hombre, por mucho que aumente el caudal de sus conocimientos y se torne más sofisticada su ciencia, nunca será capaz de dar respuesta definitiva a una serie de angustiantes preguntas que conciernen a su modo de vivir, a su conducta social, a sus valores. Nace así el mito como expediente para dilucidar, mediante el vuelo de la imaginación, lo que los datos incompletos de la experiencia no alcanzan a aprehender.
 Característico del mito es la mezcla, en proporciones variables, de observación empírica, coherencia argumental y desbordada fantasía. La gran ventaja del mito sobre otros modelos del pensamiento más lógicos y racionales consiste en que, al traducir en términos antropomórficos el lenguaje vivencial, sensible y cotidiano los más abstrusos aspectos de la realidad, no solo seducen al espíritu gracias a la encantadora simplicidad de su enfoque, sino que, también, nos impacta hasta los tuétanos merced a la potencia sugestiva de la metáfora humanizadora que gesta, metáfora en la que encarnan, bajo la forma de individuales llenas de pasión, rebosantes de verdad tangible, las fueras impersonales de la naturaleza.

Empero, no se conforma el mito con dar solución satisfactoria, en el código caprichoso de la fábula al fenómeno extraño y amenazador; sino que también sirve para justificar el privilegio irritante, consolidar rancios prejuicios y perpetuar, con el consentimiento de la víctima el abuso y la desigualdad.

Esta manipulación ideológica a que el mito consiente, a la que ha consentido desde tiempos inmemoriales, es la que nos proponemos ahora examinar. Bastará un ejemplo para que las cosas queden perfectamente claras; si damos fe a una de las versiones de la leyenda griega, la diosa Atenea –la Minerva de los romanos- entabló una reyerta con Poseidón por el predominio del pueblo ateniense. Los habitantes de la ciudad se constituyeron en tribunal que decidiría cuál de los rivales iba a obtener el triunfo. Poseidón ofreció a sus jueces un caballo. Atenea el árbol de olivo. A la honra de la votación, los varones lo hicieron a favor de Poseidón en tanto que las mujeres prefirieron a la diosa de reluciente armadura. Con apenas un voto de ventaja venció Atenea. Entonces, disgustado por la humillante derrota, hizo gala Poseidón de sus poderes marinos e inundó la comarca ateniense. Para aplacarlo (aquí es donde la narración pierde su inofensiva ecuanimidad) hubo que retirarle el voto a las mujeres… Vemos, pues, como el mito no solo intenta explicar persuasivamente un hecho histórico sino que, además, abona moralmente y da sensación divina a una costumbre política harto discutible.

Nuestro estudio presta exclusiva atención al carácter tendencioso de las ideas, patrones de conducta y valores sociales de los que da testimonio el artista al concebir la obra, y se desentiende por completo del tratamiento estilizado que impone la temática con el fin de cautivar el espíritu y conquistar la voluntad del contemplador.

¿Qué percepción de la mujer contribuye el creador a fomentar cuando retoma en su pintura las equívocas imágenes de Venus y de Eva? Tal es la interrogante a la que pretendemos dar respuesta, sin que por ahora nos preocupe en lo más mínimo establecer cuan magistral resulte la interpretación plástica del mito femenino que sobre el imprimado lienzo haya plasmado el pincel.

Aclarado esto, adentrémonos sin más demora en el territorio que hemos decidido explorar; el concepto peyorativo de la mujer que se desprende de las imágenes mitológicas de Afrodita y Eva en nuestra cultura occidental.
 Pasando de largo frente a las plurales interpretaciones a que se presenta la leyenda, es el hecho que para los griegos, y luego para los romanos, Afrodita-Venus representó la voluptuosidad del erotismo, los placeres de la carne y de los sentidos, por lo que no puede sorprender que en un momento dado se asociara a la bella diosa con Dionisio –inventor del vino a quien en Roma llamarían Baco-, divinidad de arrebato orgiástico y de la ebriedad que conduce a todos los excesos.

La sensibilidad pagana del griego no ponía reparos al desbordamiento del frenesí erótico y se complacía en representando las voluptuosas formas desnudas de la diosa o narrando los escabrosos capítulos de su vida íntima, salpicada de escándalos…

Otra cosa sucede con la leyenda de Eva que la Biblia propone y la tradición patriarcal judeo-cristiana se encarga de difundir posteriormente por todo Occidente civilizado… Eva, como bien sabemos, procede de una costilla de Adán, por lo que simbólicamente aparece desde su misma concepción, subordinada al hombre. Por otra parte, al incitar a su compañero a probar el fruto prohibido (otra vez la manzana) instigada por la serpiente, se hacen ambos reos de la furia de Jehová y son expulsados del paraíso… Eva se nos presenta, pues, como la encarnación del pecado, del placer carnal, de la lujuria culposa. Resulta ser algo así como el epítome del apetito prohibido, de la torpe curiosidad que arrastra al hombre a la perdición y lo desvía del camino luminoso del espíritu, el único que eleva hasta Dios y nos premia con la salvación eterna.

Esta Eva fácilmente puede ser identificada con Venus, simbiosis que no dejó de producirse cuando el imperio romano en decadencia ética hizo la religión cristiana la diferencia estriba en que el ídolo casquivano al que el mundo antiguo rendía tributo es ahora abominado por el cristianismo, que considera hechura de Satán todo lo que tiene que tiene que ver con los placeres sensuales, preocupándose exclusivamente por dirigir la mirada de los fieles hacia la recompensa ultraterrena a que se hace acreedora la virtud.

Sea lo que fuere, tanto en el mito de Eva como el de Venus, la mujer nos es presentada –ingrata conciencia- bajo un solo aspecto, para el pagano, en fuente de pecaminosos deseos inspirados, naturalmente, por el Maligno.

Semejante reduccionismo resulta profundamente falsificador y tiende a agriar en muchos casos y a empobrecer siempre las relaciones entre el hombre y la mujer. De hecho, las fábulas de Afrodita y de Eva, al concentrar el prejuicio machista de la sociedad en fórmulas sumamente impacientes porque se dirigen a la imaginación y al sentimiento tanto como a la mente racional, han contribuido a solidificar una visión embaucada de lo femenino que en nada se aproxima a la realidad y sí mucho, por el contrario, a las convivencias de los afortunados poseedores del miembro viril.

Las imágenes que los famosos escultores y pintores nos ofrecen cuando se apropian de los temas mitológicos a que vengo de referirme confirman la menesterosa opinión acerca de la mujer que durante milenios han enarbolado los hombres, tanto en la cultura judeo-cristiana, como en la civilización de la antigüedad clásica. Para el hombre, la mujer es un cuerpo, una entidad biológica que cumple una triple función: satisfacer el instinto sexual, asumir los cuidados domésticos y procrear descendencias… Schopenhauer decía: “la mujer es un animal de cabellos largos e ideas cortas”. Y, según Nietzsche, era ella “la segunda equivocación de Dios”, cuyo ineludible destino consistía en ser “el recreo del guerrero”… Hasta un genio como Darwin llegó a proclamar que “la diferencia fundamental entre las facultades intelectuales de ambos sextos resulta solamente probada por los resultados obtenidos, siempre diferentes entre el hombre y la mujer”. Pero la idea de que las mujeres son seres inferiores no es nueva. No es por azar que Platón afirma que “de los nacidos varones, aquellos que fueron cobardes y pasaron su vida de injusticia, con toda probabilidad se transforman en mujeres en su segundo nacimiento”… Y para Aristóteles, supremo profeta de la filosofía y la mente más lucida de su tiempo “la hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades”.

Mas eludamos la tentación de las citas, porque son tantas las eruditas difamaciones de que ha sido objeto el desventurado “sexo débil”, que un libro entero no alcanzaría a contenerlas. Bástenos afirmar que, de acuerdo con las autorizadas ideas a que acabo de hacer alusión, las legendarias figuras de Venus y de Eva compendian una arquetípica y degradante imagen de lo femenino: dicha pareja mítica borra la mujer real –que no es solo una vagina y útero- imponiendo una mendaz representación sustitutiva que actúa a modo de paradigma indiscutible por el que se rigen ambos sexos: la hembra acata, el macho usufructúa.

Pero ocurre que los valores generados por una sociedad compleja frecuentemente se tornan contradictorios. Y es menester que la contradicción se resuelva de alguna forma. La religión cristiana propone a la mujer el ideal de la castidad y la pureza. Dicho ideal encuentra su apoteótica coronación en el culto fanático de la virginidad. La Virgen María es la antítesis de Eva; y la mujer se ve forzada a armonizar a Eva con María, algo así como la cuadratura del círculo: se le pedirá a la joven que sea pura, pero al mismo tiempo se le lisonjeara por sus encantos físicos y se le incitará sutilmente a que desarrolle mecanismos de seducción con el fin de que cace marido, única meta a la que desde la infancia se le prepara… Ahora bien, pudor y excitación erótica, candidez y malicia, inocencia y amaños sensuales, lubricia y castidad son términos inconciliables que alimentan intolerables tensiones. La sociedad machista exige de la mujer algo imposible que sea al mismo tiempo destacada y lujuriosa. Para conseguir esposo y ser respetada en su medio, debe comportarse con decencia y negar la carne; sin embargo, para realizar su supuesto destino de esposa y madre debe gustar, y, en consecuencia, debe tornarse provocativa e insinuante… Semejante paradoja conduce a una especie de esquizofrenia moral que la mujer normalmente resuelve no pensando demasiado en el asunto y encomendándose a su adiestrado instinto y a su finísimo olfato capaces de medir en un pestañeo los riegos y ventajas que ofrece cada situación particular.

De su parte, el macho soluciona el problema de modo más expedito y franco: en el hogar mantiene a la esposa, leal, eficiente, toda obediencia y virtud; en la calle se divierte con la prostituta y la amante, con la aventura de noche después de la parranda… En el mundo puritano del cristianismo –ya lo dijimos- el modelo de la buena esposa es la Virgen María; pero el placer sexual reclama sus derechos y entonces Eva, la culpable, la pérdida y Venus, la insaciable lasciva, obsequian sus prendas en el burdel o las regalan a espaldas del marido celoso en el clandestino abrazo del adulterio. 

Cuando los artistas reproducen el tema mitológico de Eva y Afrodita refuerzan, aunque en ello no caigan en cuenta, la antinomia terrible que afecta a la condición subordinada de la mujer en nuestra sociedad; y es esta destructiva antinomia, plasmada en innumerables obras maestras de diversas épocas y autores la que me complace en colocar en el centro de mi preocupación plástica para, a través de la sátira, romper el hechizo milenario de la fábula , facilitando así una nueva lectura controversial que rescata de la ficción tendenciosa del machismo la dignidad de la mujer y su linaje humano.

Las damas distinguidas que pongo a posar desnudas no son seres humanos, son jarrones, adornos, bodegones, objetos decorativos antropomórficos que lucen bien en un refinado ámbito señorial. Mediante la caricatura y la parodia trato de mover a perplejidad. La sorpresa, a su vez, nos abre los ojos, hasta entonces cerrados merced a las virtudes soporíferas del mito. Y así Venus y Evas, desde el punto de vista ideológico, quedan reducidas a lo que son: un símbolo tendencioso que deja mal parada a la mujer y contribuye a perpetuar sutilmente, gracias al artificio estético, la ideología machista en nuestra sociedad.
 

Junto con el mirto y la rosa, la manzana es símbolo de la hermosa deidad-olímpica. No olvidemos que uno de los episodios más importantes de la historia de Venus es el del juicio de Paris, que concluyó con la victoria de esta última sobre sus rivales Hera y Atenea cuando el troyano entregó la manzana de oro a Afrodita, zanjando así, en favor de la seductora consorte de Hefesto la controversia de cuál de las tres beldades era la más irresistible.

Empecemos por Afrodita: al parecer, el culto de Afrodita hunde sus raíces en el Oriente, manifestándose con vigor sus ritos en la isla de Chipre. En los orígenes, la apetecible divinidad griega y romana era la diosa semítica a la adoraban los antiguos fenicios. Madre de la fertilidad, iba siempre acompañada de un joven dios, su amante, que moría y al tercer día resucitaba. Pero al ser hospedado en el panteón griego, el mito fenicio se transformó; se la hizo hija de Zeus y Dione porque la mentalidad racionalista de los helenos no aceptaba con facilidad la tradición genealogía según la cual Afrodita fue concebida de la espuma del mar fecundada por los genitales de Urano.

Las obesas femeninas de esta servidora no tienen cabeza, porque sólo sin cabeza pueden ser felices y vivir despreocupadas las descendientes de la adánica costilla en un espacio de valores que nos regalan y oprimen. Por otra parte, su gordura expuesta en contradicción total con el canon de belleza femenina contemporánea –es una hipérbole de la voluptuosidad, de las carnosidades, redondeces y curvas de Afroditas, elementos que al ser amplificados en la imagen, invierten su significación provocando en el espectador una reacción no ya de morbo arrobamiento sino de asombrada repulsa y burlesca curiosidad.

Ahora bien, sucede que el arte se ha alimentado siempre, en todas las épocas y lugares, con la materia que el mito generosamente brinda. Y al escoger semejantes ficciones, conviértese el artista en eficaz difusor, en excelente propagandista de las tesis, en modo algunos inocentes, a las que la fábula legendaria responde. Es precisamente esta función ideológica, que consiste en postular concepciones favorables a los intereses del sector dominante de la sociedad, la que deseamos poner en evidencia en los mitos que han sido una y otra vez utilizados por los creadores en muchos de sus más aplaudidos trabajos… lo que significa –espero que nadie abrigue dudas al respecto- que muestra pesquisa no incluye una valoración artística que no atañe discutir aquí la excelencia formal de una creación, ni comparar esta con aquella para determinar cual revela un manejo más pulcro e innovador de los medios expresivos o una sensibilidad más honda y refinada.


Epifania de Sisebuta, la venus tropical

Fiel a su pugnaz costumbre de no reincidir en lo ya hecho, la siguiente exposición de María Aybar transporta al contemplador a una latitud espiritual que, por lo que respecta a tema, técnica carácter y temple, dista mucho de lo que en la muestra sobre los monumentos de la zona colonial había ella plasmado.

En efecto, es tiempo ya de que, a todo lo grande, haga aparición el exquisito cuanto burlesco personaje de Sisebuta, la venus tropical. Fue en La Galería, el 17 de enero de 91 donde tan refinada dama, cuya ostensible corpulencia no va en dezmero de la gracia lánguida y pudorosa que irradia, se presentó en sociedad para alborozo de los que allí se dieron cita.

Por descontado, el sentido del humor agudo, incisivo, pero siempre consentidor y amable de que dio testimonio la artista en la aludida exhibición, no podía pasar desapercibido. En su comentario crítico al evento que nos ocupa, la pluma de la Sra. Tolentino estampó “Encontraremos a María Aybar, inspirada por una convicción inquebrantable, y, valga la paradoja, trabajando muy seriamente… sin tomarse en serio. Ya que es una de las artistas dominicanas con mayor sentido del humor y que nunca pierde el don de reírse. “Algo más puntualizada que se trata de un humor” ahora más implacable que nunca, rico en ironías y en connotaciones, que convierte el asombro en sonrisa y la sonrisa en asombro”…



Insistiendo en este punto, -por demás, obvio-, Laura Gil anota con perspicacia que “El humor es uno de los rasgos más relevantes de la obra de María Aybar, tanto como una gozosa sensualidad y una burla inteligente, sin acritud, dirigida a las debilidades humanas”.

Sea lo que fuere, no podemos menos que convenir en que la petromacorisana nunca deja de sorprender al observador. En constante proceso de búsqueda, indagando permanentemente las infinitas posibilidades expresivas que se desprenden del color y la línea, he aquí que la artista, a cuyos líricos bodegones nos acostumbráramos y con cuya metafísica interpretación de los monumentos coloniales tuvimos la oportunidad de deleitarnos, con primorosos dibujos a lápiz de formato mediano y grande, de clásica factura y barroco talante, en los que la fantasía risueña despliega su vena urticante para introducirnos en insospechado universo de mórbidas curvas voluptuosas, donde unas carnosas damas despliegan ante nuestros ojos incrédulos, -haciendo gala de inocente lascivia, de candoroso desenfado-, la nuda y generosa hipérbole de su ampulosidad.





"Una nueva visión"
Por León David




El grueso de las pinturas que expone ahora María Aybar bajo el título de “Una nueva visión”, fueron exhibidas el 15 de junio del 2006, para ser más precisos, en la “Galería Forma” de la bohemia barriada del Palermo SOHO, en Buenos Aires, capital indiscutida de la cultura hispanoamericana.

De las obras incluidas en la referida exposición se expresaba elogiosamente el escritor y crítico de arte porteño César Magrini con palabras que no me resisto a transcribir: “Pintura rica en ingenuidad, y también notable en sabiduría, la de esta artista dominicana, lejana sólo en lo geográfico, es de una pureza genuina que impresiona por igual a los sentidos y a los sentimientos. Sus temas, recurrentes en lo que respecta a su sensibilidad, han sido trabajados dando al diseño ese tabicado a lo Rouault que es el emblema de los fuertes de espíritu: gruesas líneas separan pero también armonizan los distintos elementos de la composición, con la hermosísima y reiterada presencia de una zona fulgurante, a la que la creadora da el nombre sugestivo de “pan de oro”, testimonio de su nexo entre los diversos cuadros que han brotado de su inspiración, en una feliz vertiente artística que, lejos de agotarse, se renueva y esplende cada vez más, en esta sosegada fiesta del diseño y el color que son cada uno de sus seductores cuadros”.

De las pinturas de la muestra que estamos comentando también opino, con no escasa acuidad y experimentado olfato exegético, el crítico del periódico Buenos Aires Herald, Alfredo Carnadas, cuyas son las ponderaciones, por demás encomiásticas, que a continuación recojo, traducidas al castellano del original en lengua inglesa:

María Aybar, nació en República Dominicana y estudió arquitectura. Ciertamente, lo muestra en sus pinturas, sobre las cuales ha vertido la exuberancia del trópico, pero en gráficas rigurosamente organizadas. Sin embargo, hay un elemento eslávico, intrigante, en su trabajo, el cual, paradójicamente, agrega a la exuberancia de sus obras. Aybar usa hojas doradas en la mayoría de su producción, por lo menos en la que se presenta en esta exhibición. 

“También hay cierto aire ingenuo (naive) en su perspectiva. Pero también juega con el cubismo en las formas imprecisas de sus objetos”. 

Siendo una artista versátil, Aybar aborda una amplia variedad de temas con iguales resultados: naturalezas muertas, desnudos, flores, paisajes, imágenes religiosas. Y por si fuera poco, también es una artista de muchos logros en retratos, quien captura asombrosamente el alma interna de sus sujetos, con vividos resultados”.

Soy del dictamen de que lo aseverado por los doctos críticos citados en los párrafos que anteceden tienen trazas de agotar –o poco falta- lo que acerca de los cuadros que ocupan nuestra atención es posible decir.

De todas suertes, correré el riesgo de aventurar algunos juicios valorativos propios, que lejos de contradecir el contenido de los eruditos comentarios traídos a esta página, no tienen otro propósito que derramar algo más de luz sobre el talante y peculiaridad estética de los lienzos aquí considerados.



Cobremos ánimo señalando que, siempre que no me paguen de apariencias las obras de la muestra Una nueva visión se hacen acreedoras de nuestra simpatía en virtud de tres atributos primordiales; uno, su desplante lúdico; dos, su vigoroso cromatismo; y tres, su dinamismo exacerbado… 
El cariz lúdico se manifiesta en la descomposición del espacio y las figuras, no para provocar estupefacción o gestar monstruosos de repulsivo corte expresionista, sino para alumbrar un mundo de hospitalaria extrañeza y travesía tesitura del que la armonía y cierto candor infantil y risueño nunca están ausentes.

Por lo que hace al color, estas pinturas revientan de puro cromatismo, de logrados contrastes y cautivadores matices, verdadero banquete para la sensualidad golosa de cualquier retina que sepa calibrar los secretos de la luz. El color lo utiliza la artista en esta ocasión para dar testimonio de valores estético-emocionales, no para reproducir, sujeta a un criterio estrecho de verosimilitud, las apariencias del mundo externo.
Y en cuanto al dinamismo, rasgo fundamental de los cuadros a cuyo escrutinio nos hemos abocado, salta a la vista su presencia. Estos lienzos de María Aybar han sido pergeñados sobre el eje del ritmo, del movimiento de las formas. Las tensiones de las imágenes contrapuestas, la ruptura del espacio en las que se ubican, el predominio de lo oblicuo y de la diagonal en la composición, infunden a las mentadas creaciones plásticas una fuerza dinámica tal que no nos asombraría de repente se pusieran a danzar ante nuestros ojos.

Suficiente. Repose ahora la pluma. Demos también un descanso merecido al lector, que María Aybar, de ello estoy por sobrado modo convencido, pincel en mano, no descansará.





 




 






Exposición Bodegones

María Aybar

 
María Aybar en el camino de la luz



Podría parecer muy extraño que un artista, en nuestros días convulsos, dedique largas y pacientes horas al estudio de técnicas antiguas olvidadas. María Aybar hace esto. Se ha ido a la “cocina” del arte, y mortero en mano, ha empezado a mezclar los ingredientes precisos en la medida exacta. Ella conoce bien la alquimia de la pintura y maneja hábilmente la relación de aglutinantes y disolventes a fin de conseguir una pintura “bien untada”. 
 
 
Pero lo que puede parecer aún más extraño es que ella aplique con tanto acierto esas técnicas en temas y motivos que –por lo cotidiano- podrían antojársenos alejados de esa “elevada complejidad intelectual” tan celebrada y buscada por críticos y artistas.

En efecto, los temas de las pinturas de Aybar no podrían ser más cercanos a nosotros, ni más permanentes. Lo que importa está más allá de la imagen básica que usa a la naturaleza como punto de apoyo. En realidad, María Aybar nos enfrenta a la interacción de la luz, a pesar del uso sobrio y denso del color. Se nos pone en frente a gradaciones muy sutiles, a variaciones tonales apenas perceptibles, al uso novedoso de la sombra como elemento básico de la composición. En instantes, ésta llega a dominar de tal modo el cuadro, que lo protagoniza.

 
La pupila entrenada, sensible, percibe las partículas de luz, la gravitación, el peso físico y el volumen y los reproducen con fidelidad unas manos que pintan en el sentido de la atmosfera. Entonces, la realidad depende esencialmente del entorno. Estamos frente a una artista estudiosa e innovadora que ha mirado hacia atrás en el espejo retrovisor de la historia, pero que encamina sus pasos hacia delante con indudable seguridad. María Aybar transita pictóricamente, sin prisa ni descanso, los caminos de la luz.

Fernando Ureña RIB

 





 

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