Escritos Maria Aybar


Amistad
Por María Aybar

                La aurora de rosadas mejillas anunció la llegada del amanecer. Un rayo de sol penetró por la espesura del bosque pasándose sobre una enorme hoja de alelí. El murmullo del bosque creció hasta convertirse en una alegre sinfonía.

                A todas estas, una diminuta mariquita de brillante color rojo con puntitos negros –su nombre era Lucía- saltó sobre la iluminada hoja; su encendido color de reflejos metálicos resplandeció despidiendo una intensa luz que llamó la atención de una oruga que en ese instante trepaba por el tallo, despacito, hacia la misma hoja.

                La vistosa criatura que acababa de subir a la hoja donde estaba Lucía vestía con la elegancia del arco iris –verde, azul, rojo y amarillo-naranja-. Se detuvo de repente frente a la mariquita, que la observaba entre atemorizada y curiosa y que, al ver que se acercaba hacia ella, asustada, intentó huir. La oruga entonces le dijo: no temas, que no pienso lastimarte; me alimento de hojas. ¿Por qué no te quedas conmigo un rato a conversar? Hace una mañana estupenda… ¿No te parece?

La mariquita Lucía, al escuchar las cordiales palabras de la recién llegada comprendió que nada tenía que temer. Charlaron y charlaron haciéndose desde ese instante las mejores amigas.

Sin embargo, sucedió que, al paso de los días, la oruga comenzó a comportarse de una manera muy extraña; de su boca surgía un líquido gomoso; y una tarde la oruga descendió de la hoja, se colocó debajo de ella y se colgó por medio de un hijo pegajoso fluido que brotaba de su cabeza. Poco a poco esa sustancia gomosa que el cuerpo de la oruga producía la fue envolviendo hasta que el lindo animalito desapareció quedando en su lugar un capullo oscuro: la oruga se había convertido en una crisálida.

La mariquita, asombrada, buscaba a su desaparecida amiga con desesperación. La quería mucho y no se resignaba a estar sin ella. Pero fue inútil; nadie respondía a sus llamadas. Varios días transcurrieron; Lucía inconsolable, no perdía sin embargo la esperanza de volver a encontrarse con su dicharachera y pintoresca amiga… Así ocurrió que un buen día Lucía, que siempre regresaba a la hoja del alelí, vio extrañada que el capullo oscuro que se había tragado a su compañera empezaba a romperse. Golpe a golpe el negro envoltorio se quebró dejando salir a la luz de la vida una espléndida mariposa multicolor. La mariquita Lucía casi muere del susto cuando la mariposa se le acerco; emitió Lucía un fuerte chillido y quedó paralizada.

-No grites, ¿no ves que soy tu amiga?, -dijo la que antes fue oruga para tranquilizarla-. ¡Ah!, y para que lo sepas ahora tengo nombre, me llamo Paulina. Lo que pasa es que he cambiado de traje. Esta transformación de mi apariencia es algo perfectamente normal para nosotras las orugas, aunque, para serte franca, tiene un nombre muy raro y complicado: se llama metamorfosis. Pero soy yo misma, puedes apostarlo: la mismísima oruga que conociste convertida en una flor con alas.

Lucía, la mariquita, aunque todavía perpleja, se había calmado al reconocer la voz de su compañera, y muy lentamente se aproximó a ella.

-Ahora puedo volar muy alto, dijo la mariposa Paulina. Alzó el vuelo y batiendo sus alas se remontó por sobre la copa de los árboles de aquel tupido bosque.

Pero sucedió que cuando retornaba al encuentro de su asombrada amiga –cosas del destino- un niño que vivía en aquel apartado lugar, hijo del guardabosque, había salido a estrenar una nueva red para cazar mariposas que le había regalado su padre. Corrió el muchachito al ver revoloteando a la compañera de Lucía y de una certera brazada la atrapó.

La mariquita, que no se había perdido ni un detalle de tan fatal escena, decidió que no podía permitir que capturasen a su reencontrada amiga, y sin dudarlo penetró de un salto en el oído del niño. Éste, sorprendido y molesto por aquella cosa que se le había metido en el oído, soltó la red, circunstancia que la mariposa aprovechó para escapar.

Benicio –que así se llamaba el niño- introdujo su dedito en la oreja y extrajo de ella a la mariquita; la colocó entonces en su mano con la intención de aplastarla, pero Paulina, que observaba el hecho, voló con decisión, valor y rapidez hacia la mano del niño y antes de que éste tuviera tiempo de hacerle daño a Lucía, aferró firmemente con las patitas a su amiga y por los caminos del aire ambas, felices, se fueron volando. Su risa clara y fresca llenó el bosque de alegría.


 


La Auténtica Riqueza
Por María Aybar

¿Es el dinero la principal fortuna que pueden acumular las personas? ¿Sólo el dinero, juntado peso a peso, centavo a centavo, nos vuelve ricos?… Eso piensa, según parece, la mayoría de la gente, y Joaquín –el protagonista de la historia que te voy a contar- no era una excepción. Niño cariñoso, amable y sobre todo inocente, a Joaquín, quién sabe por qué, -acaso porque los que le rodeaban le daban más importancia a las cosas que se compran con dinero que a otras más importantes- le entró desde muy temprano la manía de economizar cuanta moneda caía en sus manos. Con el paso de los días, las semanas, los meses y los años logró juntar una considerable suma que guardaba celosamente en un cofre metálico oculto en la buhardilla de su casa. ¡Qué inmenso gozo le producía abrirlo, contar pieza a pieza todo el efectivo y comprobar cómo, poquito a poco,  iba aumentando su tesoro. Y en verdad que su único placer era ése: contemplar, mientras se dibujaba una sonrisa en la comisura de sus labios, su creciente caudal: que para otra cosa no le servían esos ahorros ya que ni un céntimo gastaba con tal de no disminuirlos.

No eran muchas las amistades y parientes que sabían de la existencia del baulillo antes mencionado repleto de plata y cobre; pero Eduardo, a quien Joaquín solía llamar su “mejor amigo”, sí que estaba bien enterado del asunto:

 -¡Vamos!, exclamaba Joaquín- vaciando el cofre ante la mirada anhelante de Eduardo- ¡juguemos y divirtámonos contando una a una las monedas de mi tesoro!- Y tan dichoso estaba en esos momentos el ahorrativo pequeñín que no caía en la cuenta de que su “amigo”, algo mayor que él, mientras acariciaba con avidez a su lado los centavos, reales y pesetas desparramados por el suelo de la habitación, a lo que en realidad se dedicaba era a urdir en su mente un plan para hacerse con la fortuna trabajosamente reunida por el acaudalado niño dueño del cofre, quien, desprevenido e ingenuo, se entretenía levantando torrecitas con las monedas para luego hacerlas rodar por el piso y oír, cual si fuera música dulce y deleitosa, su sonido metálico.

Un día, mientras ambos estaban felices, tirados sobre las baldosas, recreándose con el contenido del cofre, se levanta Eduardo de un brinco como si hubiese sido impulsado por un resorte y exclama agitando (cierta expresión de picardía asomaba a su rostro): -Joaquín, Joaquincito, Joaquín!

-¿Qué sucede?, ¿Qué te pasa?, ¿a qué viene tanta alharaca y excitación?, -pregunta entrañado el afortunado poseedor de aquel montón de monedas.

-No te lo puedes imaginar…

-¿Qué?

-No lo vas a creer.

-Pero, ¿de qué se trata?

-Ni en cien años serías capaz de adivinarlo.

-Por favor, Eduardo, ¿de qué me estás hablando? Me tienes en vilo. ¿Qué es lo que yo nunca podría creer o adivinar?

-Escucha con atención: Se me ha ocurrido una idea con la que podrás, si la pones en práctica, aumentar tu riqueza inmediatamente.

Tales palabras –como bien sospechaba el que las dijo- despertaron enseguida el interés de Joaquín, a quien le brillaban las pupilas cuando, acercándose a Eduardo, casi pegando su nariz a la de él, lo urgió de esta manera: -Vamos Eduardo, dime qué debo hacer para que mi capital se acreciente todavía más… ¿Por qué te quedas callado? Habla, amigo, habla…

Eduardo, al observarlo vió con satisfacción que su discurso había tenido el efecto buscado, que había logrado avivar en su compañero de juegos el deseo de poseer más dinero, tomándose su tiempo se expresó del siguiente modo con estudiada parsimonia y un gesto de malicia en el semblante: -Oye Joaquincito, aquí está mi idea: ¿No te parece que si siembras algunas pesetas y cuartillos en el bosque que está frente a tu casa podrías muy pronto hacer crecer una mata de monedas, un hermoso “monedal” con el que no tardarías en hacerte rico?

Con candidez, admiración y afecto miró Joaquín a Eduardo.

-Tienes razón, tienes toda la razón; ¡cómo no se me había ocurrido antes!,- exclamó eufórico el pequeño propietario del baúl-. Seré rico, seré muy rico, ¡viva!, ¡vamos al bosque!

Salieron ambos a la carretera, cuidando de que nadie los siguiese. Llevaba Joaquín un puñado de monedas en las manos. No podía el chiquilín contener su alegría; iba pensando en voz alta: “cosecharé muchas monedas, seré rico, seré rico…”.

Cuando llegaron a un claro en medio del bosque, cavó Joaquín con la ayuda de su amigo un hueco no muy profundo y depositó allí las monedas que había traído. Luego las volvió a cubrir y roció con el agua de una botella que no había olvidado cargar consigo al momento de escabullirse de su casa.

Esa misma tarde, a hurtadillas, sigiloso, Eduardo regresó al lugar donde el inocente de Joaquín -¡que simple y fácil de engañar había sido!- sembró el dinero. Pero cuál no fue su sorpresa y tremenda decepción cuando por más que cavó no consiguió encontrar ni un mísero centavo. ¿Qué había sucedido? De repente sopló la brisa entre el ramaje de los árboles. Miró a todas partes. Nadie por los alrededores. Sólo él, la maleza y el viento. “Qué extraño”, se dijo, y se marchó cabizbajo y aturdido, tratando inútilmente de hallar una explicación a la desaparición de las monedas que había ido, codicioso, a robar.

Transcurrieron varios días. Joaquín se trasladaba toda las mañanas al bosque a regar su plantación, pero notó con disgusto que el añorado árbol no acababa de brotar. Cuando se lo comentó al que llamaba su “mejor amigo”, este, desviando la mirada y haciendo esfuerzos para no reír, respondió: -Lo que pasa es que sembraste muy pocas monedas; por eso no salió la mata… Yo que tú, insistiría sembrando mayor cantidad de reales y pesetas.

-¿Eso crees?

-Claro, ¿qué otra cosa podría ser?

-Entonces llevaré más monedas, -dijo Joaquín a quien la esperanza volvió a, iluminar el rostro-.

Dicho y hecho. Esta vez Joaquín enterró un número bastante mayor de monedas y esperó y esperó y esperó. Y por supuesto se quedó esperando porque la anhelada mata de monedas ni por asomo aparecía.

Nueva vez intentó el sagas y desleal Eduardo substraer a Joaquín la pequeña fortuna enterrada en el bosque, pero quedó perplejo cuando descubrió que, igual que en la anterior ocasión, allí no había nada. El temor invadió al ladronzuelo, que optó por regresar al pueblo contrariado porque el hurto que pensaba llevar a cabo fácilmente al inocentón de Joaquín por segunda vez había fracasado.

Cuando una semana transcurrió sin que el árbol naciera, Joaquín fue con la queja a Eduardo, recibió de él, su “amigo de confianza”, la siguiente recomendación: -Siembra todos tus ahorros y verás que no te arrepentirás. La más frondosa mata de  monedas será tuya y sólo tuya.

Crédulo, incapaz de suponer que su amigo pudiera engañarlo, Joaquín hizo lo que Eduardo le aconsejó. Cargó con todo lo que el cofre contenía, volvió al claro del bosque y abriendo un hoyo enorme enterró en él su reluciente tesoro.

Como al día siguiente no pudo ir en la mañana, como acostumbraba, a regar lo sembrado (había tenido que acompañar a sus padres a una diligencia), fue al atardecer cuando halló tiempo Joaquín para acercarse al sitio donde sus caudales dormían bajo tierra a la espera de que germinasen. Y lo que entonces vio casi no lo podía creer: allí estaba el que pensaba era su más confiable camarada cavando en el lugar exacto donde el dinero había sido colocado. ¿Qué se traía entre manos Eduardo? Su actitud era más que sospechosa. Sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre él gritando: -¿Qué haces ahí?, ¿qué buscas?

Sobresaltado porque lo pescaron con las manos en la masa, Eduardo trató de disculparse. Titubeante, tembloroso, las palabras apenas lograban asomar a sus labios: -Es que… esta… ba viendo siii… el árbol ha… bía salido…

Joaquín no le creyó. Era obvio que el inescrupuloso amigo intentaba robarle. Saltó sobre él con la intención de golpearlo, pero cuando lo tenía agarrado y se disponía a plantarle el puño en la cara, de la tupida vegetación que rodeaba el claro surge una chillona vocecilla, no por fina y aguda menos estruendosa, que dice: -¡Uyuyuy!, así no se resuelven los problemas entre las personas. ¿Qué les pasa?…

Quien así hablaba era el duende del bosque, un extraño hombrecillo verde, de ojos saltones, apenas más grande que una ardilla, que se desplazaba con extraordinaria agilidad dando saltos entre la maleza.

Menudo susto se llevaron los dos chiquillos con aquella aparición. No obstante cuando se recuperaron del asombro y se dieron cuenta de que el duende no les haría daño, ni corto ni perezoso, Joaquín contó con pelos y señales al risueño hombrecito, que ahora estaba encaramado en la rama de un algarrobo, lo que había ocurrido con sus monedas y cómo su amigo lo había estafado.

El duende le escuchó atentamente y a seguidas dijo mostrándole una bolsa: -Toma, aquí tienes tus monedas; guárdalas y no te dejes engañar por supuestos amigos. Como to conocía las retorcidas intenciones de Eduardo, apenas ustedes sembraban, yo desenterraba y recogía tus monedas. Pero atiende a lo que te voy a decir: el ahorro es bueno, pero la avaricia es mala… Yo me desternillaba de la risa cuando tu amigo venía por el tesoro y quedaba desconcertado al no hallar nada, je, je, je… Aprende, Joaquín, a compartir con tus compañeros, así no te envidiarán. Y tú, Eduardo, convéncete que no hay tesoro más valioso que un verdadero amigo y que la deslealtad es un vicio muy pero muy feo…

Concluido ese discurso el duende desapareció dejando boquiabiertos a los dos niños.


 

GLOSARIO

ACUMULAR: Juntar, reunir.

BUHARDILLA: Desván, parte más alta de la casa donde se guardan los objetos inútiles o en desuso.

COMISURA: Punto de los labios y los párpados.

CAUDAL: Abundancia de cosas, en especial de dinero o agua.

ANHELANTE: Muy deseoso de algo.

AVIDEZ: Ansia, codicia.

DESPARRAMADOS: Regados.

URDIR: Planear una trampa para alguien.

ACUMULADO: Rico, adinerado.

BALDOSAS: Mosaicos.

ALHARACA: Bulla, escándalo.

TENER EN VILO: Inquieto, en suspenso, a la expectativa.

URGIR: Pedir o exigir algo con apremio.

PARSIMONIA: Lentitud.

EUFÓRICO: Contento.

ESCABULLIRSE: Escapar a escondidas.

HURTADILLAS: Furtivamente, sin que nadie lo note.

SIGILOSO: Cauteloso, en secreto.

AÑORADO: Algo muy deseado.

HURTO: Robo.

FRONDOSO: Abundante en hojas y ramas.

GERMINAR: Comenzar a desarrollarse desde la semilla, brotar, crecer.

INESCRUPULOSO: Sin honradez.

ESTRUENDOSO: Ruidoso.

ESTAFAR: Engañar.

TORCIDAS INTENCIONES: Malas intenciones.




 



El Sueño de Dieguito
Diego era un niño afortunado. Su padre, gran conversador, le narraba mil y una historias que fueron estimulando en el infante la curiosidad por el saber y las culturas antiguas.

-Dieguito, -le dijo su padre un día-, te voy a contar lo que le sucedió a un rey que adquirió la fama de ser el individuo más codicioso y avaro de la tierra, alguien que vivió hace miles de años en una lejana comarca del Asia Menor conocida con el nombre de Frigia. Este rey –insistió el papá de Diego- pedía diariamente a los dioses que le concedieran el don de convertir todo lo que tocara en oro; y fue tanta su insistencia que al final los dioses –agobiados de tantos ruegos y súplicas- le otorgaron su deseo… No sospechaba el pedigüeño que frecuentemente lo peor que le puede ocurrir a alguien es obtener lo que desea.

Diego, con los ojos desorbitados, preguntó a su padre: -¿Es cierta esa historia?

El padre del niño, con una sonrisa ambigua en los labios, respondió: -Bueno, así lo asegura la leyenda.

Dieguito no conseguía ocultar su asombro. Su familia, aunque no era adinerada llevaba una vida cómoda y sin sobresaltos en la que se valoran más las cosas del espíritu que la riqueza material. Los compañeritos del colegio donde Diego estudiaba se burlaban de él porque no vestía a la moda,  no tenía los últimos adelantos del celular y de la computadora ni tampoco los juguetes más sofisticados del mercado con los que los seductores anuncios de la televisión despertaban el interés y el deseo de los pequeñines. En cambio, poseía numerosos libros que contenían relatos de enorme interés. Las burlas de sus amigos del colegio le molestaban, por supuesto que sí, pero no le prestaba al asunto mayor atención; ¿Por qué iba a prestársela cuando él se sentía perfectamente a gusto y satisfecho con sus libros?

He aquí, sin embargo, que a partir del momento en que escuchó de boca de su papá la anécdota del afortunado –es lo que Dieguito creía- rey de Frigia, empezó a considerar los medios de, a semejanza de este, transmutar en oro todo lo que tocara. De modo que cuando retornaba a su casa de la escuela, lo primero que hacía era dirigirse a la bien surtida biblioteca de su padre en busca de algún libro que le enseñara cómo adquirir la habilidad extraordinaria y única que poseyó el antiguo monarca asiático. En sus estanterías descubrió un viejo ejemplar de alquimia en cuyas páginas amarillentas y llenas de polvo se aseguraba que era posible convertirlo todo en oro gracias a la virtud mágica de cierto objeto llamada “Piedra Filosofal”. Este hallazgo obsesionó de tan intensa manera al niño que sólo pensaba en el oro que obtendría de lograr hacerse con ese fabuloso poder.

Así las cosas, una noche, mientras dormía, soñó que emprendía un largo viaje por tierras ignotas; de repente –suele ocurrir de ese modo en los sueños- topó con el rey de la historia que le narra su padre. Casi enmudeció de la sorpresa, pero luego, recuperando la calma, entabló conversación con el personaje de fastuoso atuendo, pesado cetro y corona dorada que con mirada curiosa le contemplaba.

-Señor, dígame, ¿es verdad que usted logra transformar en oro cualquier objeto que toca?

-Sí, es cierto. Fue algo maravilloso, algo que me colmó al inicio de júbilo; pero no tardé en comprender el terrible error, la espantosa equivocación que había cometido.- confesó el gobernante frigio con quejumbrosa voz.

-¿Error?, no veo por qué sería un error adquirir la facultad de que todo lo que uno toque se vuelva oro… Pero, por favor, explíqueme, ¿para qué quería usted tanto oro?,- preguntó Dieguito-.

¡Ah!, para ser poderoso y porque el oro es lindísimo: ¡qué felicidad me daba acariciarlo y sentir el tintineo de las monedas al chocar unas con las otras!

-Sí, creo que es así; hubo un personaje de tiras cómicas –no recuerdo bien quien me lo dijo- que según parece se llamaba Rico McPato, el cual tenía la costumbre de bañarse en una habitación llena de monedas y eso le proporcionaba gran deleite. Bueno, eso dicen, -rio el niño-: ¿y cómo podría yo hacer lo mismo que usted hace?, fue la pregunta que formuló Diego enseguida con anhelante expectación.

-¿Hacer qué?

-Transmutar todas las cosas en oro con solo tocarlas.

-Pues oye…

“Diego, Dieguito, despierta, levántate, se hace tarde para ir a la escuela”. Era su madre. El niño abrió los ojos extrañando; el rey había desaparecido (claro, no era más que un sueño) y en su lugar la mamá le urgía cariñosamente a que abandonara la cama. Un poco huraño y bastante decepcionado, el niño se levantó, se bañó y vistió. Mientras desayunaba refirió a sus padres el inusitado sueño que acababa de tener. El padre sonrió y nada dijo. Pero desde entonces Diego dejaba el lecho bien temprano y, antes de salir para la escuela, buscaba y buscaba en la biblioteca cualquier ejemplar de alquimia,  milagros, hechos sobrenaturales y magia que apareciese. De noche se acostaba apenas caía el sol, casi con las gallinas, en la esperanza de reencontrarse con el rey de su sueño… Pero transcurrían los días, las semanas y los meses y nada: de sus sueños el soberano frigio estaba ausente.

Ya Diego no era el niño feliz de tiempo atrás. Pasaba las horas agobiado con la idea de poseer oro. Oro, oro, oro, era todo su pensamiento. Al caer la noche dormía aferrado a la ilusión de encontrar otra vez al rey que él consideraba el más dichoso del mundo, el de la historia que su padre le contara. Pero era inútil: el feliz monarca asiático no daba señales de aparecer… Hasta que un buen día, cuando menos se lo esperaba, el anhelado personaje se presentó nuevamente en sueño:

-Hola por fin ha vuelto; no se imagina usted cuánto lo he buscado. ¿Dónde se había metido?

-Ah, no estaba lejos, estaba dentro de ti.

-¡Cómo dice!, no entiendo –exclamo Diego, quien de inmediato continuó diciendo: usted iba a contarme cómo logró convertir todo en oro y, además, me confesó que hoy se arrepiente de haber obtenido de los dioses ese fabuloso poder. Dígame por qué.

-Escucha con atención- era el rey el que así hablaba-: sí hoy me hallo en el mundo de los sueños es porque los dioses me lo han permitido; pero ¿qué sucedió cuando, imprudente de mí, pedí lo que nunca debí pedir y obtuve el castigo de que me lo concedieran?­… Porque mis ruegos fueron satisfechos: cuanto tocaba se convertía en oro. Tenía hambre y la aromática fruta o el apetitoso bocado de carne apenas los introducía en mi boca mudaban de naturaleza de forma tal que en vez de saborearlos, lo que mi lengua goloseaba era un duro e insípido pedazo de oro; en estatuas de oro quedaron convertidos también mi mujer y mis hijos cuando me acerqué a ellos y con amoroso descuido los abracé. Ya puedes tú mismo sacar la conclusión: de soledad y hambre fallecí al cabo de corto tiempo. Soy Midas el frígido, el ser más desventurado de la tierra.

Diego despertó aterrado. Cuando su madre le sirvió el desayuno, no se atrevía a tocar el pan ni a llevar hasta sus labios el vaso de leche. Temía que se transformaran en oro. Advirtiendo el temor del niño, y luego de que este les contara su terrible sueño, el padre le explicó que la historia de ese rey no era más que un mito, una leyenda, es decir, un hecho imaginario del que podía extraer cierta enseñanza, pero que nunca había ocurrido algo semejante ni ocurrirá jamás.

-No tengas miedo, Diego; a ti eso no te pasará –le aseguró su padre-.

Dieguito volvió a ser el niño feliz de antes, cariñoso, alegre, amante de los libros y de las historias que su padre no cesaba de contarle. Había aprendido que la obsesión por el oro, que lleva el nombre de “avaricia”, no brindaba felicidad. Había aprendido que la felicidad sólo el amor era capaz de ofrecerla.

 

 

María Aybar
GLOSARIO
 

INFANTE: Niño.

CODICIOSO: Que gusta mucho de las riquezas y los bienes.

AVARO: Que le duele gastar el dinero.

AGOBIADO: Cansado, rendido, abatido.

AMBIGUA: Incierto, dudoso, que se presta a confusión.

SOFISTICADO: Refinado.

TRANSMUTAR: Convertir.

ALQUIMIA: Antiguas prácticas que buscaban convertir ciertas materias en oro. Es el origen de la química.

IGNOTO: Desconocido, extraño.

FASTUOSO: Rico, valioso.

CETRO: Bastón que simboliza el poder.

COLMAR: Llenar.

JÚBILO: Alegría.

QUEJUMBROSO: Que se queja.

EXPECTACIÓN: Ansiedad.

INUSITADO: Extraño, raro.

INSIPIDO: Soso, sin sabor.

FALLECER: Morir.


 
Venus-Eva, el mito de la mujer objeto en la historia y el arte
 

Por: María Aybar

El ser humano piensa; no piensa por placer sino por necesidad. Tal es su privilegio y su condena: no poder desprenderse de la mente razonadora, verse constreñido a explicar (porque lo que no se comprende resulta insoportable) todo lo que acontece a su alrededor… Y la naturaleza, ante el cristal de la conciencia, aflora inevitablemente como una gran incógnita, como rompecabezas que debe ser armado como un embarazoso signo de interrogación… Ocurre, además, que el hombre, por mucho que aumente el caudal de sus conocimientos y se torne más sofisticada su ciencia, nunca será capaz de dar respuesta definitiva a una serie de angustiantes preguntas que conciernen a su modo de vivir, a su conducta social, a sus valores. Nace así el mito como expediente para dilucidar, mediante el vuelo de la imaginación, lo que los datos incompletos de la experiencia no alcanzan a aprehender.

Característico del mito es la mezcla, en proporciones variables, de observación empírica, coherencia argumental y desbordada fantasía. La gran ventaja del mito sobre otros modelos del pensamiento más lógicos y racionales consiste en que, al traducir en términos antropomórficos el lenguaje vivencial, sensible y cotidiano los más abstrusos aspectos de la realidad, no solo seducen al espíritu gracias a la encantadora simplicidad de su enfoque, sino que, también, nos impacta hasta los tuétanos merced a la potencia sugestiva de la metáfora humanizadora que gesta, metáfora en la que encarnan, bajo la forma de individuales llenas de pasión, rebosantes de verdad tangible, las fueras impersonales de la naturaleza.

Empero, no se conforma el mito con dar solución satisfactoria, en el código caprichoso de la fábula al fenómeno extraño y amenazador; sino que también sirve para justificar el privilegio irritante, consolidar rancios prejuicios y perpetuar, con el consentimiento de la víctima el abuso y la desigualdad.

Esta manipulación ideológica a que el mito consiente, a la que ha consentido desde tiempos inmemoriales, es la que nos proponemos ahora examinar. Bastará un ejemplo para que las cosas queden perfectamente claras; si damos fe a una de las versiones de la leyenda griega, la diosa Atenea –la Minerva de los romanos- entabló una reyerta con Poseidón por el predominio del pueblo ateniense. Los habitantes de la ciudad se constituyeron en tribunal que decidiría cuál de los rivales iba a obtener el triunfo. Poseidón ofreció a sus jueces un caballo. Atenea el árbol de olivo. A la honra de la votación, los varones lo hicieron a favor de Poseidón en tanto que las mujeres prefirieron a la diosa de reluciente armadura. Con apenas un voto de ventaja venció Atenea. Entonces, disgustado por la humillante derrota, hizo gala Poseidón de sus poderes marinos e inundó la comarca ateniense. Para aplacarlo (aquí es donde la narración pierde su inofensiva ecuanimidad) hubo que retirarle el voto a las mujeres… Vemos, pues, como el mito no solo intenta explicar persuasivamente un hecho histórico sino que, además, abona moralmente y da sensación divina a una costumbre política harto discutible.

Ahora bien, sucede que el arte se ha alimentado siempre, en todas las épocas y lugares, con la materia que el mito generosamente brinda. Y al escoger semejantes ficciones, conviértese el artista en eficaz difusor, en excelente propagandista de las tesis, en modo algunos inocentes, a las que la fábula legendaria responde. Es precisamente esta función ideológica, que consiste en postular concepciones favorables a los intereses del sector dominante de la sociedad, la que deseamos poner en evidencia en los mitos que han sido una y otra vez utilizados por los creadores en muchos de sus más aplaudidos trabajos… lo que significa –espero que nadie abrigue dudas al respecto- que muestra pesquisa no incluye una valoración artística que no atañe discutir aquí la excelencia formal de una creación, ni comparar esta con aquella para determinar cual revela un manejo más pulcro e innovador de los medios expresivos o una sensibilidad más honda y refinada.

Nuestro estudio presta exclusiva atención al carácter tendencioso de las ideas, patrones de conducta y valores sociales de los que da testimonio el artista al concebir la obra, y se desentiende por completo del tratamiento estilizado que impone la temática con el fin de cautivar el espíritu y conquistar la voluntad del contemplador.

¿Qué percepción de la mujer contribuye el creador a fomentar cuando retoma en su pintura las equívocas imágenes de Venus y de Eva? Tal es la interrogante a la que pretendemos dar respuesta, sin que por ahora nos preocupe en lo más mínimo establecer cuan magistral resulte la interpretación plástica del mito femenino que sobre el imprimado lienzo haya plasmado el pincel.

Aclarado esto, adentrémonos sin más demora en  el territorio que hemos decidido explorar; el concepto peyorativo de la mujer que se desprende de las imágenes mitológicas de Afrodita y Eva en nuestra cultura occidental.

Empecemos por Afrodita: al parecer, el culto de Afrodita hunde sus raíces en el Oriente, manifestándose con vigor sus ritos en la isla de Chipre. En los orígenes, la apetecible divinidad griega y romana era la diosa semítica a la adoraban los antiguos fenicios. Madre de la fertilidad, iba siempre acompañada de un joven dios, su amante, que moría y al tercer día resucitaba. Pero al ser hospedado en el panteón griego, el mito fenicio se transformó; se la hizo hija de Zeus y Dione porque la mentalidad racionalista de los helenos no aceptaba con facilidad la tradición genealogía según la cual Afrodita fue concebida de la espuma del mar fecundada por los genitales de Urano.

Pasando de largo frente a las plurales interpretaciones a que se presenta la leyenda, es el hecho que para los griegos, y luego para los romanos, Afrodita-Venus representó la voluptuosidad del erotismo, los placeres de la carne y de los sentidos, por lo que no puede sorprender que en un momento dado se asociara a la bella diosa con Dionisio –inventor del vino a quien en Roma llamarían Baco-, divinidad de arrebato orgiástico y de la ebriedad que conduce a todos los excesos.

Junto con el mirto y la rosa, la manzana es símbolo de la hermosa deidad-olímpica. No olvidemos que uno de los episodios más importantes de la historia de Venus es el del juicio de Paris, que concluyó con la victoria de esta última sobre sus rivales Hera y Atenea cuando el troyano entregó la manzana de oro a Afrodita, zanjando así, en favor de la seductora consorte de Hefesto la controversia de cuál de las tres beldades era la más irresistible.

La sensibilidad pagana del griego no ponía reparos al desbordamiento del frenesí erótico y se complacía en representando las voluptuosas formas desnudas de la diosa o narrando los escabrosos capítulos de su vida íntima, salpicada de escándalos…

Otra cosa sucede con la leyenda de Eva que la Biblia propone y la tradición patriarcal judeo-cristiana se encarga de difundir posteriormente por todo Occidente civilizado… Eva, como bien sabemos, procede de una costilla de Adán, por lo que simbólicamente aparece desde su misma concepción, subordinada al hombre. Por otra parte, al incitar a su compañero a probar el fruto prohibido (otra vez la manzana) instigada por la serpiente, se hacen ambos reos de la furia de Jehová y son expulsados del paraíso… Eva se nos presenta, pues, como la encarnación del pecado, del placer carnal, de la lujuria culposa. Resulta ser algo así como el epítome del apetito prohibido, de la torpe curiosidad que arrastra al hombre a la perdición y lo desvía del camino luminoso del espíritu, el único que eleva hasta Dios y nos premia con la salvación eterna.

Esta Eva fácilmente puede ser identificada con Venus, simbiosis que no dejó de producirse cuando el imperio romano en decadencia ética hizo la religión cristiana la diferencia estriba en que el ídolo casquivano al que el mundo antiguo rendía tributo es ahora abominado por el cristianismo, que considera hechura de Satán todo lo que tiene que tiene que ver con los placeres sensuales, preocupándose exclusivamente por dirigir la mirada de los fieles hacia la recompensa ultraterrena a que se hace acreedora la virtud.

Sea lo que fuere, tanto en el mito de Eva como el de Venus, la mujer nos es presentada –ingrata conciencia- bajo un solo aspecto, para el pagano, en fuente de pecaminosos deseos inspirados, naturalmente, por el Maligno.

Semejante reduccionismo resulta profundamente falsificador y tiende a agriar en muchos casos y a empobrecer siempre las relaciones entre el hombre y la mujer. De hecho, las fábulas de Afrodita y de Eva, al concentrar el prejuicio machista de la sociedad en fórmulas sumamente impacientes porque se dirigen a la imaginación y al sentimiento tanto como a la mente racional, han contribuido a solidificar una visión embaucada de lo femenino que en nada se aproxima a la realidad y sí mucho, por el contrario, a las convivencias de los afortunados poseedores del miembro viril.

Las imágenes que los famosos escultores y pintores nos ofrecen cuando se apropian de los temas mitológicos a que vengo de referirme confirman la menesterosa opinión acerca de la mujer que durante milenios han enarbolado los hombres, tanto en la cultura judeo-cristiana, como en la civilización de la antigüedad clásica. Para el hombre, la mujer es un cuerpo, una entidad biológica que cumple una triple función: satisfacer el instinto sexual, asumir los cuidados domésticos y procrear descendencias… Schopenhauer decía: “la mujer es un animal de cabellos largos e ideas cortas”. Y, según Nietzsche, era ella “la segunda equivocación de Dios”, cuyo ineludible destino consistía en ser “el recreo del guerrero”… Hasta un genio como Darwin llegó a proclamar que “la diferencia fundamental entre las facultades intelectuales de ambos sextos resulta solamente probada por los resultados obtenidos, siempre diferentes entre el hombre y la mujer”. Pero la idea de que las mujeres son seres inferiores no es nueva. No es por azar que Platón afirma que “de los nacidos varones, aquellos que fueron cobardes y pasaron su vida de injusticia, con toda probabilidad se transforman en mujeres en su segundo nacimiento”… Y para Aristóteles, supremo profeta de la filosofía y la mente más lucida de su tiempo “la hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades”.

Mas eludamos la tentación de las citas, porque son tantas las eruditas difamaciones de que ha sido objeto el desventurado “sexo débil”, que un libro entero no alcanzaría a contenerlas. Bástenos afirmar que, de acuerdo con las autorizadas ideas a que acabo de hacer alusión, las legendarias figuras de Venus y de Eva compendian una arquetípica y degradante imagen de lo femenino: dicha pareja mítica borra la mujer real –que no es solo una vagina y útero- imponiendo una mendaz representación sustitutiva que actúa a modo de paradigma indiscutible por el que se rigen ambos sexos: la hembra acata, el macho usufructúa.  

Pero ocurre que los valores generados por una sociedad compleja frecuentemente se tornan contradictorios. Y es menester que la contradicción se resuelva de alguna forma. La religión cristiana propone a la mujer el ideal de la castidad y la pureza. Dicho ideal encuentra su apoteótica coronación en el culto fanático de la virginidad. La Virgen María es la antítesis de Eva; y la mujer se ve forzada a armonizar a Eva con María, algo así como la cuadratura del círculo: se le pedirá a la joven que sea pura, pero al mismo tiempo se le lisonjeara por sus encantos físicos y se le incitará sutilmente a que desarrolle mecanismos de seducción con el fin de que cace marido, única meta a la que desde la infancia se le prepara… Ahora bien, pudor y excitación erótica, candidez y malicia, inocencia y amaños sensuales, lubricia y castidad son términos inconciliables que alimentan intolerables tensiones. La sociedad machista exige de la mujer algo imposible que sea al mismo tiempo destacada y lujuriosa. Para conseguir esposo y ser respetada en su medio, debe comportarse con decencia y negar la carne; sin embargo, para realizar su supuesto destino de esposa y madre debe gustar, y, en consecuencia, debe tornarse provocativa e insinuante… Semejante paradoja conduce a una especie de esquizofrenia moral que la mujer normalmente resuelve no pensando demasiado en el asunto y encomendándose a su adiestrado instinto y a su finísimo olfato capaces de medir en un pestañeo los riegos y ventajas que ofrece cada situación particular.

De su parte, el macho soluciona el problema de modo más expedito y franco: en el hogar mantiene a la esposa, leal, eficiente, toda obediencia y virtud; en la calle se divierte con la prostituta y la amante, con la aventura de noche después de la parranda… En el mundo puritano del cristianismo –ya lo dijimos- el modelo de la buena esposa es la Virgen María; pero el placer sexual reclama sus derechos y entonces Eva, la culpable, la pérdida y Venus, la insaciable lasciva, obsequian sus prendas en el burdel o las regalan a espaldas del marido celoso en el clandestino abrazo del adulterio.

Cuando los artistas reproducen el tema mitológico de Eva y Afrodita refuerzan, aunque en ello  no caigan en cuenta, la antinomia terrible que afecta a la condición subordinada de la mujer en nuestra sociedad; y es esta destructiva antinomia, plasmada en innumerables obras maestras de diversas épocas y autores la que me complace en colocar en el centro de mi preocupación plástica para, a través de la sátira, romper el hechizo milenario de la fábula , facilitando así una nueva lectura controversial que rescata de la ficción tendenciosa del machismo la dignidad de la mujer y su linaje humano.

Las obesas femeninas de esta servidora no tienen cabeza, porque sólo sin cabeza pueden ser felices y vivir despreocupadas las descendientes de la adánica costilla en un espacio de valores que nos regalan y oprimen. Por otra parte, su gordura expuesta en contradicción total con el canon de belleza femenina contemporánea –es una hipérbole de la voluptuosidad, de las carnosidades, redondeces y curvas de Afroditas, elementos que al ser amplificados en la imagen, invierten su significación provocando en el espectador una reacción no ya de morbo arrobamiento sino de asombrada repulsa y burlesca curiosidad.

Las damas distinguidas que pongo a posar desnudas no son seres humanos, son jarrones, adornos, bodegones, objetos decorativos antropomórficos que lucen bien en un refinado ámbito señorial. Mediante la caricatura y la parodia trato de mover a perplejidad. La sorpresa, a su vez, nos abre los ojos, hasta entonces cerrados merced a las virtudes soporíferas del mito. Y así Venus y Evas, desde el punto de vista ideológico, quedan reducidas a lo que son: un símbolo tendencioso que deja mal parada a la mujer y contribuye a perpetuar sutilmente, gracias al artificio estético, la ideología machista en nuestra sociedad.






Adán y Eva
Por María Aybar

Según nos cuenta la leyenda bíblica, al sexto día de la creación del universo Jehová decidió hacer una criatura diferente a las ya nacidas, trayendo a la luz a Adán, el primer hombre. Le mostró al Paraíso creado, y lo enseñoreó sobre todos los seres vivientes. Y como Adán se quejó de estar solo, Dios lo sumergió en un profundo sueño, y con una costilla que extrajo al que dormía fabricó a Eva, la compañera que debía ayudarlo y obedecerlo para el resto de sus días.

Lo que acabo de relatar ha reafirmado de manera contundente el machismo de los hijos de Judá. Y yo, como mujer, no estoy de acuerdo con este mito tendencioso, por lo que me gustaría narrarles lo que, en verdad, a mi parecer aconteció:

Después que Jehová terminó la creación del universo, al sexto día decidió hacer una criatura diferente a la que llamó Adán. Transcurrido el ciclo biológico del nuevo ser, éste falleció… y al verlo sin vida, Dios formó un nuevo Adán. Cuando, pasa el tiempo, éste, a su vez, muere, crea otro, y luego otro, y otro más… y entonces Jehová piensa “creo que voy a forjar una nueva criatura que me dé una mano con el trabajo de generar la humanidad”… Y Dios creó a la mujer, a la que puso el nombre de Eva.

Pero Adán al enterarse del asunto montó en cólera y fue a reclamarle a su Señor por qué había hecho a Eva para que le ayudara, en lugar de ser él Adán, el elegido para procrear la raza humana. Y Dios, para calmarlo, le dijo: “No te preocupes, hijo mío, que tendrás tu partecita en el asunto”. Adán calló, pero desde ese día siempre le ha hecho la guerra a Eva porque no ha podido perdonarle su intromisión.

No sé si pueden ustedes creer esta historia, pero a mí no me luce más fantasiosa que la original, y en mi condición de mujer, me acomoda más…


 

El misterioso mundo de la pintura

 

Solemos acercarnos a la obra de arte, cargados de prejuicios, sin saber que éstos constituyen una venda que impide penetrarla.

Hablo desde mis treinta o más años de experiencia tratando de apreciarla,  sentirla y conjeturarla a través de mis pinceles. Después de muchas horas de estudio, trabajo, viajes y visitas a museos, un día se hizo la luz y pude comprender que el arte era una puerta por donde podíamos adentrarnos en otra dimensión.

Quiero dar testimonio de lo que me sucedió, y espero que al narrarles mi anécdota se produzca el chispazo del entendimiento entre todos los que se aproximan a la obra de arte tras el deleite de la emoción estética.

En un viaje que hicimos mi esposo, León David, y yo a Nueva York, para asistir, en una prestigiosa sala neoyorquina, a una exposición de nuestro gran artista Tito Canepa, tuvimos la oportunidad de volver a visitar el Museo de Arte Moderno. Allí, colando de las paredes en una sala no muy espaciosa, se encontraban dos cuadros; el más célebre de los Nenúfares de Monet y una obra de los tan afamados “Action Painting” de Jackson Pollock, (su nombre no lo recuerdo en este instante) cuya forma guardo grabada nítidamente en mi memoria.

El de Monet, típico monumental, se encontraba situado a mano derecha, ocupando la mayor parte de las paredes; el de Pollock, a la izquierda. Frente a las pinturas había un banco. Dije a León David: “Mira, pienso quedarme en esta sala un buen rato, porque tengo gran curiosidad por descubrir que posee ese cuadro de Monet del que todo el mundo dice que es una maravilla, y yo no logro ver por qué lo dicen… sólo percibo unas manchas (el cuadro es un tanto abstracto) aunque se nota que son nubes y plantas reflejadas en el agua”.

Me senté y me quedé sola contemplándolos en lo que mi esposo acudía a otro salón del museo… Creo que estuve allí durante más de media hora fijando la mirada en un lienzo y luego en el otro. Y de pronto sucedió algo extraño: DE la pintura de Monet se desprendían las masas de colores y brumas queriéndose salir de la superficie; sentí su humedad, su gran vibración. El cuadro estaba vivo. Voltee la mirada hacia el de Jackson Pollock y, para sorpresa mía, vi como aquellas formas parecían un big bang; se estremecía el lienzo como queriendo brotar del marco. Estuve allí un buen rato y luego abandoné el recinto y empecé a detenerme frente a las demás obras que se encontraban en el museo. Topé con las Señoritas de Avignon de Picasso; estas me hablaron de su desgracia. Me decían: “Somos viles mujeres, pero ustedes tienen la culpa”. Del óleo La ciudad que sube de Umberto Boccioni, la imagen de unos cabellos daban la impresión de querer escapar de la tela; y así, una por una, aquellas obras me introdujeron en universos que antes nunca había visitado.

Conté mi experiencia a León y a Ricky, un primo que nos acompañaba, y luego partimos a la casa de este último a escuchar música. Yo estaba como hipnotizada y cuando empezaron a sonar las notas de la primera pieza –que, por cierto, era hindostánica- vislumbré a la diosa Kali danzando.

Lo que les acabo de relatar me ha sucedido en varias ocasiones después de aquel día; y analizando el por qué de ello me di cuenta que dicha experiencia se produjo porque dejé de pensar y contemplé las obras sin buscar nada preconcebido en ellas. Había detenido el fluir de la mente y fui capaz de ver y sentir su poesía;  y comprendí que metáfora visual es la pintura, realidad que el ojo siente, olfatea y devora, conduciéndonos a la profundidad del ser para allí reflejar cual mágico espejo las sutiles reconditeces del alma.

 

María Aybar…

 


 

El Emigrante

Cuando Pierre Valois miró la lista de la lotería, no podía creer lo que veían sus ojos. Con el billete temblando en sus manos calló de rodillas al suelo.

¡Ahora era un hombre rico! Dios le había concedido aquel viejo deseo.

Eran los años cuarenta. La miseria rondaba por los campos del vecino país. La muerte hacia presa de niños, jóvenes y ancianos. La injusticia social, la falta de protección, eran razones poderosas para que aquella gente cruzara la frontera como último recurso para seguir viviendo, a pesar de que tenían miedo después de la gran matanza del 37, de la que algunos pudieron escapar.

Jean, un mozo fuerte y lleno de optimismo, contó a Pierre sobre la contratación por un hombre, de gente para trabajar el corte de caña en campos dominicanos. Aunque tendrían que darle parte de su paga a dicho hombre, siempre les quedaría algo para llevar a sus familias.

¡Pierre se encontraba desesperado! Veía a su mujer y a su pequeña hija languidecer cada día. El pequeño terruño que había heredado de su padre ya no producía nada. La cañada que pasaba cerca se había secado y la tierra árida y erosionada ya no daba el sustento necesario para los suyos. Decidió partir.

Se despidió triste pero esperanzado de Louise, su mujer, y de su pequeña, con la promesa de volver pronto con el dinero suficiente para mejorar la parcela y poder vivir un poco mejor.

Reinaba gran alegría en el batey del ingenio. Acababan de llegar los haitianos que se encargarían del corte de la caña.

Los habitantes del lugar no les gustaba aquella labor, que si bien podía producir algún dinero, era mal pagada y muy sacrificada.

Quien no ha estado en un cañaveral a las doce del día en el trópico, no puede imaginar el infierno de calor que existe allí.  No hay ningún tipo de vida, excepto: caña, una pequeña planta que crece junto a ésta que irrita la piel y produce un escozor insoportable y haitianos que se dedican al corte de la misma.

Nuestros habitantes veían a tales hombres como animales que realizan una labor que no es digna de un ser humano, y así mismo los trataban; con crueldad, sin llegar a pensar que eran hombres con penas, miserables que preferían venir a medio morir aquí que continuar aquella vida de injusticia y hambre que sufrían en su propio país.

-Bajen- gritó el capataz.

Aquellos infelices sudorosos y cansados bajaron a empujones del camión en medio del bullicio. Algunos reflejaban en sus rostros el miedo a lo desconocido que, unido al cansancio y al polvo del camino, débanles el aspecto de máscaras dignas de un mejor escenario.

Las mujeres del pueblo reían y se burlaban de ellos haciendo coro a los niños que trataban de acercarse a los recién llegados. Jean y Pierre estaban asustados pues era la primera vez que cruzaba la frontera.

Jean hablaba sin parar. Pierre cabizbajo y triste le escuchaba con su mirada ausente pues no podía olvidar el llanto de su hijita al despedirse.

Fueron llevados a unos barrancones sucios y destartalados y les dieron algo de comer.

Debían descansar, pues al otro día de madrugada serían llevados a los cañaverales.

Antes de que saliera el sol ya todos los haitianos estaban en fila. El capataz les pasó lista y les fue enviando al camión.

Jean y Pierre subieron juntos. Nunca se habían separado.  Habían crecido muy unidos. Tenían una gran amistad. Siempre uno había sido el apoyo del otro.

Jean era alegre, de fuerte contextura, negro como el azabache, siempre dispuesto a todo.

Pierre era todo lo contrario. No muy fuerte, pero sí muy alto, mirada profunda y reflexiva, ojos claros que había heredado de un antepasado francés, tez morena clara. Era el típico mulato, de carácter suave y melancólico.

Cuando llegaron al cañaveral, el sol salía por el horizonte, brillaba alegre, más temprano que nunca con su cara risueña como burlándose de aquellos seres que serían acariciados por el durante todo el día.

Empezaron lo que sería su dura labor por mucho tiempo. Cortar y recolectar caña que luego sería llevada por carretas de bueyes al ingenio.

Transcurría unas horas, Pierre empezó a desfallecer, sudaba como potro, la sed lo abrasaba y poco era lo que había comido.

Para alimentar a los haitianos se les proporcionaba vales para la bodega del batey,  que en aquella época en manos de puertorriqueños que venían a estas tierras para comerciar con bodegas instaladas en los bateyes de los ingenios azucareros. Allí, con los vales, los haitianos comprobaban la comida que casi siempre consistía en harina de maíz o trigo y bacalao. Cuando venían a terminar el mes recibían su paga que la mayor parte de las veces se quedaba en manos del dueño de la bodega.

Cuando llegó la tarde fueron llevados de nuevo a los barrancones.

Pierre ardía en fiebre. Deliraba. Jean asustado no sabía qué hacer. Invocaba a sus dioses pidiendo ayuda. Era gente supersticiosa, creyente en sus dioses y demonios. ¿Quién habría echado una maldición a Pierre? Si este moría ¿Qué iba él a decir a Louise? Él lo había convencido de que vinieran a estas tierras a buscar fortuna, no quería ni pensar en lo que podía suceder. Las lágrimas salían de sus ojos que ahora lucían tristes.

Buscó agua y puso paños mojados en la frente de Pierre. Fueron horas de mucha angustia.

Cerca de la madrugada cedió la fiebre.

Cuando oyeron el pito para levantarse, Jean y Pierre lo hicieron con mucho trabajo. Pierre tambaleante salió apoyado del brazo de Jean; tenía que trabajar, no podía enfermar, no tenía derecho a ello.

Nunca olvidaría los horrores pasados aquel día de sol, enfermedad y dolor en aquel infierno verde.

Pierre poco a poco fue acostumbrándose al sol y pudo rendir una mejor labor. El capataz no pudo notar su debilidad, pues Jean hacía el trabajo de los dos.

Cuando terminó la zafra se dieron cuenta de que no tenían dinero para llevar a Haití y decidieron quedarse un tiempo más, contratados por un terrateniente del lugar que necesitaba mano de obra barata para sus cultivos de arroz.

Allí conocieron a un viejo haitiano que ya tenía experiencia en el país. Este les dijo que si querían volver a su tierra, debían comprar billetes de lotería que era la única forma que tendrían para ganar dinero suficiente, “si Dios los ayudaba”; pues él hacía unos cuantos años que había venido y no había podido regresar, pero un amigo que había venido con él ganó un premio y ahora era un hombre próspero en Haití.

Esto habría nuevas esperanzas a los ojos de Jean y Pierre que tomaron por costumbre comprar un pedazo de billete todos los domingos.

Pierre escribía a Louise todos los meses y ella siempre retornaba sus cartas, contándole de su niña y de todos los amigos del lugar pero, últimamente no recibía las noticias, como al principio.

Vino una zafra y otra, Jean cansado de esperar la fortuna y siempre optimista decidió partir a nuevas tierras en un barco que reclutaba gente para labores de limpieza. Pierre no quiso seguirlo porque esto lo llevaría más lejos aún de su familia.

Sintió un profundo dolor con la partida de su amigo. ¡Ahora sí que esta solo!

Las noticias de Louise cada día escaseaban más, y no podía regresar para saber qué había pasado. Fue perdiendo poco a poco toda ilusión por la vida, convirtiéndose en un ser triste y taciturno.

Pasaron muchos años, el cabello de Pierre se tornó cano. Viejo y cansado su única compañía era el gastado machete que le acompañaba en sus labores. Nunca supo más de Louise ni de su hija, ni de Jean su gran amigo. ¿Habrían muerto?, se preguntó infinitas veces.

Aquel lunes temprano tal como era su costumbre, Pierre había salido a comprar la lista donde pudo ver que su número correspondía al del premio.

Los otros haitianos estaban curiosos, pensaban si estaría enfermo aquel viejo que nunca hablaba y cuya mirada estaba siempre fija en el vacio.

Todos miraron con asombro cuando Pierre salió al cabo de los días gritando como un loco.

-Tengan cuartos, tengan cuartos-

Botó todo el dinero por la ventana del barrancón y luego con el paso lento, con el machete en la mano se internó en el cañaveral.


Seudónimo
Cleto…



Claro de luna

Grande fue mi sorpresa  cuando Rafael Villanueva pidiéndome escribiera un artículo sobre música.

Nunca imaginé escribir artículos y mucho menos sobre el maravilloso arte de los sonidos, dado que mi humilde incursión literaria ha sido en narrar algunos cuentos infantiles y mi profesión la pintura.

¿Qué podría yo decir en torno a la música?, aunque ésta no es una desconocida para mí sino, al contrario una amiga que me ha acompañado desde siempre

Allá por los años cuarenta vivía junto a mi familia, en el ingenio Colón, (El Guano). Mi padre, grande amante de la música y mi madre dotada de una hermosa voz de soprano, nos hacía escuchar “La Opera”, programa que se transmitía todos los domingos a través de “La Voz Dominicana”.

Me veo sentada en una pequeña mecedora de caoba al lado del viejo radio de tubos escuchando “El Gallo de Oro” de Rimsky-Korsakov. Recuerdo perfectamente el nombre de aquella ópera, a pesar de que solo contaba con cuatro años de edad, porque mi padre me lo dijo y me pareció algo mágico el imaginar un gallo de oro.

La cálida voz de mi madre siempre estuvo a  nuestro lado, lo que hizo tomara amor al canto y tratara de imitar tanto a ella como a las divas que escuchaba todos los domingos. Cuando yo empezaba a cantar, cantaba y cantaba tanto que volvía locos a todos y me mandaban a callar. Viene a mi mente un viaje que hicimos al Sur desde la Capital. Mi padre me pidió que cantara y lo estuve haciendo todo el camino que duró aproximadamente cinco horas. Dejé a todos sordos. Desde ese día cuando me pedían que cantara me limitaban el tiempo.

Nuestra infancia estuvo preñada de música, poesía, cuentos y fantasías mil. ¡Cómo añoro en voz de mi hermana mayor leyendo los cuentos de Las Mil y Una Noches, o los versos de Rubén Darío recitado por mi padre, o por las hermosas canciones de mi madre!

Cuando llegamos a la edad escolar fuimos internadas mis hermanas y yo en el colegio Cristo Rey de San Pedro de Macorís, allí con las monjas preparábamos “Veladas”, y me tocó en algunas ocasiones cantar, pues decían que tenía, una linda voz. Todavía resuena en  mis oídos aquella cancioncita navideña de: Pastorcitos, Pastorcitos, dónde tan de prisa vais…

El viejo piano del colegio fue siempre una obsesión para mí desde aquella lejana época. ¡Cuántos conciertos toqué en sueños!… y que triste al comprobar que sólo fueron eso, ¡sueños!…

Las monjas daban clases de piano a las niñas mayores, pero desafortunadamente yo era de las menores y nunca tuve el privilegio de mis hermanas.

Añoro el vetusto piano de mi casa, donde Ada, mi hermana mayor, tocaba, y que yo aporreaba cuando no había nadie presente.

Fueron así pasando los años y ya en la ciudad Capital, allá por los años cincuenta, tuve un contacto más directo con la gran música: los conciertos en Bellas Artes de la Sinfonía Nacional en Re de Tchaikovsky para violín y orquesta. Fue para mí una experiencia maravillosa.

En aquel entonces cantaba yo en un orfeón que dirigía Montserrat Playan cuando fue creada una pequeña orquesta en el Instituto de Señoritas Salomé Ureña, donde cursaba el bachillerato, fui acogida para cantar dos boleros de moda en esos días “El reloj” y “Nadie me Ama”. Me ocurrió algo que tal vez hizo que me inclinara profesionalmente más por la pintura que por la música, “el miedo escénico”. Cuando estaba de pie frente al micrófono, mis zapatos empezaron a temblar de manera inexplicable, vibraban de una forma insólita y yo no podía detenerlos. ¡Gracias al cielo todo salió bien! y fuimos largamente aplaudidas, pero el susto me duró varios días.

Luego formé parte de algunas agrupaciones corales, el coro del colegio Luis Muñoz Rivera, más tarde el coro de la Universidad y el Coro Nacional. Entré al Conservatorio Nacional a estudiar solfeo y canto, pero no por mucho tiempo porque mis padres querían que estudiara una carrera universitaria y fue así como empecé mis estudios de arquitectura y pintura.

Casé muy joven y fui a vivir a Bogotá, Colombia. Allí finalmente continué mis estudios de artes en el taller de David Manzur y tomé clases de canto con una estudiante brasileña que residía en Bogotá, Silvia Moscovietch. Formé parte de la coral Bach y del Teatro experimental de la ópera. Aprendí a tocar la guitarra clásica y sobre todo a acompañar las canciones folklóricas que tanto me gustan.

Siempre existió en mi la dualidad de la música y la pintura y su hoy me he dedicado profesionalmente a esta última nunca he abandonado la primera. Largas horas dedico a escuchar grandes maestros del presente y del pasado y procuro asistir a la temporada de concierto de la Sinfónica Nacional.

Lo único que sé es que me gusta tanto cantar como pintar o tocar la guitarra. Lo sé porque cierro los ojos y veo hermosas imágenes que me dan deseos de plasmar y cuando despierto, todo el día resuena dentro de mí alguna música me acompaña, como si tuviera dentro un disquito que en ciertas ocasiones quisiera callar.

Aprovecho la oportunidad para decirles que tanto la música como la pintura o la poesía tiene el don de llevarme a una dimensión que está más allá de lo real. Dimensión que yo no puedo describir con palabras pero que poetas y míticos han descrito como la dimensión de lo Divino.

Todavía prima en mi vida la vieja obsesión de tocar el piano, y como hoy tengo la edad en que una debe hacer lo que siempre ha soñado, estoy tomando esas lecciones que debí empezar cuando era apenas una niña, y no pierdo la ilusión de que un día no muy lejano llegue a interpretar al menos una de mis piezas favoritas, “El claro de luna” de Beethoven.

María Aybar…

 


 

El Rito de Pintar

El arte ha sido siempre para mi algo sagrado. Quiero con esto decir que el oficio del artista me merece el mayor respeto y que no puede ser asumido, en consecuencia, deportivamente como simple pasatiempo, como un “hobby” cualquiera. De ahí mi insistencia en la labor artesanal, en el cuidado y conocimiento de lo que podríamos llamar la “culinaria” plástica… Creo que la pintura es un modo de existencia antes que una profesión, un rito profano mediante el cual transformo y humanizo la realidad que me rodea mientras que al hacer esto me humanizo y transformo. La pintura es el medio de que me valgo para crecer interiormente, para brindar aliento al espíritu. Pero es también, en sí misma, un fin. El cuadro es el testimonio permanente de una presencia efímera. En él la forma se congela, el movimiento se detiene, la luz queda aprisionada en el rectángulo del lienzo y el universo, así domesticado, pierde sus contornos anodinos y nos revela o al menos nos siguiere la posibilidad de trascender en la creación más allá del absurdo terrible de las pequeñas miserias cotidianas.

La vida me hizo pintora. Al pintar la vida cumplo con un acto de justicia: devolver a los demás lo que ella puso en mí.

 

 

María Aybar…

 


 

Respetemos la ciudad colonial
Por María Aybar

 

Sé que nuestro país está abrumado de problemas, y desde que nacimos al mundo como República independiente no hemos sido capaces de solucionar las infinitas dificultades que cada día surgen a  nuestro alrededor, ni ha sido posible dar con las personas de mente preclara y sabía que conduzcan institucionalmente la nación hacia puerto seguro; pero, aun así no deja de inquietarme el hecho de que los que deben cuidar nuestro patrimonio arquitectónico atenten contra los muros de la ciudad colonial sin que se alce una sola voz de protesta por semejante falta de respeto a nuestra memoria colectiva.

Hace pocos días regresé al país después de pasar casi cuatro años en Buenos Aires, Argentina, y con las mil diligencias para mi instalación de nuevo en el país, no había tenido el tiempo de visitar mí amada ciudad colonial. El día primero de enero se presentó esta oportunidad y, como era de esperar, noté que nuestro Síndico no había podido controlar el problema de la basura, y que nuestra gente todavía no adquiere la conciencia del espacio que pisa y continúa arrojando los desechos por doquier ante la mirada indiferente de nuestras autoridades.

Pero, eso no es todo; me dio mucha pena ver que la falta de respeto ha llegado a tal extremo, que al transitar por la calle Arzobispo Meriño esquina Arzobispo Portes, vi con gran asombro que los muros externos del Instituto de Cooperación Hispanoamericana estaban llenos de muñecos pintados. No estoy en contra de que los artistas pinten lo que les parezca, ni juzgo si tenían estos muñecos buena o mala calidad, pero si pienso que deberíamos venerar lo que es patrimonio de todos y preservar con esmeros las blancas paredes de nuestras edificaciones coloniales.


 



 

La lección de las aves

Quisiera contarles algo que he venido observando cuando salgo a pasear por los hermosos jardines del Mirador del Sur, allí anidan gran cantidad de pájaros que con gracia y belleza encantan a quienes los contemplan. No sé si alguno de ustedes, en los días agitados que corren, se ha tomado la molestia de recrearse con la naturaleza que les circunda y han podido percatarse de lo asombroso que es ver cómo las aves trabajan incansablemente construyendo sus nidos, y cómo revolotean entrando y saliendo de éstos para llevar alimento a sus crías, que esperan con los piquitos abiertos los sabrosos nutrientes necesarios para sus vidas.

Ayer, al caer el sol, como de costumbre paseaba por ese bello Edén, cuando cayó de un frondoso árbol, un pequeño ruiseñor. Cuando iba a recogerlo la madre se abalanzó sobre mí y arrebatándome el pichón, lo llevó volando al nido que pendía del referido árbol. Pero, la cosa no terminó ahí; pasados unos escasos minutos observo que la madre arroja al pajarillo del nido y éste cae de nuevo a tierra. La operación se repitió varias veces hasta que la avecilla salió volando con sus propias alas y junto a sus padres fue en busca de alimento. En primer instante pensé que la filomena actuaba muy cruelmente con su pichón, pero luego comprendí que ella simplemente enseñaba a volar a su criatura.

Lo ocurrido me ha puesto a reflexionar en torno a nuestro pueblo ¿Cómo es posible que todavía haya un gran número de personas que se queden echadas en el nido de la patria, con las bocas abiertas, esperando que papá Estado le construya una casa y les arroje un mendrugo de pan para comer? ¿Dónde quedó la dignidad de un pueblo que se siente menos capaz que una avecilla, de sobrevivir decorosamente con sus propias manos? ¿Por qué si todos nacemos con un don especial, no exploramos nuestras propias potencialidades ocultas y descubrimos que todos somos seres creativos y dejamos de lado la postura de vampiros sociales, criaturas inútiles, que siempre estamos pidiendo la solución a nuestros problemas y no aportamos nada de nosotros mismos para ayudar a resolverlos?

Siempre estamos dispuestos a exigir nuestros derechos, pero, ¿Hemos hecho algo para ganarlos? ¿Qué hemos dado a la nación para que ésta nos otorgue beneficios? ¿Cómo pretendemos algo si nos hemos quedado en el nido con la boca abierta sin  hacer nada?

Solo tenemos derecho a exigir que nos enseñen a volar, para que juntos hagamos una patria grande donde podamos vivir todos con dignidad y con orgullo de ser capaces de dar para recibir.

Solía decir mi madre “el hombre es como el pez, muere por la boca”. A todas las mujeres se nos enseñaba a cocinar, como el medio más idóneo para pescar marido. Así aprendí a mesclar sabores y colores ¿Qué hombre se resiste a un apetitoso platillo preparado con amor por la fémina de sus sueños?

Si además de eso le preparas una buena combinación de “Piña Colada”, (1/2 vaso de crema de coco, ½ vaso de jugo de piña, azúcar y ron blanco al gusto. Mesclar, agregar hielo y ya está listo para servir en una copa adornada con una tajada de piña).

No tengas la menor duda, pronto habrá boda.

No sucedió de inmediato como pensé, pero a la mañana siguiente recibí este apasionado soneto.

 

María Aybar…

 

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